martes, 19 de noviembre de 2013

La Balada de la Carne Muerta - Tercera Actualización



Espero que os esté gustando ^^ Si tenéis algún comentario no dudéis en dejarlo, estaré encantado de corregir errores, debatir posturas y compartir teorías sobre los posibles ganadores. ¡Recordad leer las actualizaciones anteriores!

II
Torre de foie micuit con frutos rojos

1

-¿Pero qué cojones? - Pablo se detuvo en seco y su compañera, Marina Ros, se volvió hacia él sobresaltada, como si temiera que fuera hacer alguna locura. Y realmente Pablo estuvo seguro de que había perdido la cabeza porque, a un lado del camino, emergiendo de la vasta llanura de tierra, se alzaba un manzano. Un manzano de tronco grueso, frondosa copa y lustrosas manzanas rojas colgando de sus ramas como fruta de pecado.
-¿Comida? ¿Un regalo de bienvenida? - preguntó Marina.
-Entonces nos habrían dejado comer en el barco – Pablo dio un paso hacia el manzano y sus zapatos abandonaron el sendero y se introdujeron en la tierra seca. Había árboles más allá. Un bosque de troncos y ramas retorcidas sin hojas, reconstruido mediante plástico, que ofrecía un aspecto tan artificial como enrarecido. Sin embargo ese manzano parecía tan real... -. Además, todo el mundo ha pasado por delante de este árbol, y nosotros somos de los últimos. ¿Por qué quedan manzanas?
La figura de Marina apareció a su lado. Alzó la cabeza hacia la fruta, levantando su nariz respingona, y sus ojos azules contemplaron con atención. Finalmente extendió el brazo, cogió una y la mordió. Pablo supo lo que iba a decir antes de que lo hiciera.
-Son falsas. Obviamente – la arrojó a un lado y rodó hasta el sendero.
-Sabía que cambiaban los bosques por árboles falsos, pero dejar un manzano tan... tan bien hecho aquí en medio, es un poco de mal gusto, ¿no te parece?
-Están jugando con nosotros – contestó Marina -. Siempre lo hacen. He oído que la decoración siempre tiene que ver con comida. Cuadros de frutas, platos de comida que en realidad está hecha de papel o de plástico... merman nuestra esperanza y seguro que arrancan alguna carcajada a los espectadores.
-Menuda putada – reanudaron la marcha por el sendero -. Por cierto, me llamo Pablo.
-Yo soy Marina. ¿Vas a reunirte con Miguel Batanero?
-Bueno... - empezó, dubitativo -. La verdad es que no me genera mucha confianza. Unos amigos y yo vamos a quedar en las escuelas y, una vez ahí, decidiremos qué hacer.
Marina lo miró, divertida. Pablo sintió que podía quedarse atrapado para siempre en esos ojos celestes y gigantescos.
-¿Amigos?
-Sí. Arkaitz, Abdel, Laura... no sé si te sonarán, pero...
-He intentado no saber mucho de los demás. Sólo espero que sigan siendo tus amigos cuando el hambre empiece apretar.
-Oh... - Pablo se mordió el labio inferior, sin saber muy bien qué decir -. Si quieres, puedes venirte con nosotros. Puedes...
-Prefiero ir por libre. Me acercaré a ver qué tiene que decir ese vigoréxico y luego intentaré mantenerme todo lo apartada posible del resto de la gente. Si acaban volviéndose locos, mejor que se maten entre sí y que no se acuerden ni siquiera de que existo.
-En ese caso, quizá las cuevas sean un buen lugar.
Marina emitió una breve carcajada.
-Tampoco quiero acabar convertida en una ermitaña chiflada – señaló un punto por delante de ellos -. Mira, ahí tenemos otra muestra del sentido del humor de Ray Spakowski y su equipo de guionistas.
Pablo no pudo hacer más que quedar atónito ante las retorcidas mentes de los organizadores del programa. Ahí, en medio del sendero, había una representación exacta, pintada en el suelo, del lienzo de La Última Cena de Leonardo da Vinci. Ahí estaba, en el centro de la mesa, Jesucristo, con su túnica roja y su manto azulado, extendiendo las manos a ambos lados de un plato vacío y con los apóstoles a su alrededor. <<Uno de vosotros me traicionará>>. Algunos de sus más fervientes discípulos se inclinaban hacia él, como buscando su aprobación, mientras que existía una distancia insalvable con otros. Unos cuantos hablaban entre ellos, discutían, se susurraban, seguramente nerviosos ante el anuncio que su Maestro acaba de realizar. Y sobre el mantel, pan, cubiertos, algunas fuentes llenas de comida, todo aderezado por los secretos, acusaciones y el miedo ante la terrible noche que se aproximaba. La Última Cena.
-Qué hijos de puta – susurró Pablo.
-Yo no lo habría dicho mejor.
Había una roca a un lado del sendero, lisa, como pulida por la mano de Dios, y sobre ella estaban sentadas dos figuras. Pablo reconoció a una de ellas tan pronto como saltó de la piedra al suelo y se acercó a él. Su eterna sonrisa y sus ojos verdes, relucientes, así como su generosa delantera, eran inconfundibles. Laura Badal, la Concursante Número Dos con la que había charlado en la cafetería del barco. A la joven le siguió un chico, ancho de espaldas, con un gorro de lana calado hasta las cejas del que brotaba una larga melena rizada y oscura. Llevaba las manos en los bolsillos y parecía muy interesado en la punta de sus zapatos. Parecía tímido y, en cierta manera, peligroso.
-¡Menos mal que aparece alguno de vosotros! - exclamó Laura -. Salvador ya ha ido a las escuelas, para asegurarse de que no nos quitaban el sitio, pero yo me he quedado a esperaros y... Bueno, he conocido a este chico, que parece que tampoco está muy interesado en unirse a Batanero.
-Soy Arturo Fonseca – se presentó, con cierta brusquedad, sin hacer ademán de estrechar la mano.
-Vienes bien acompañado, ¿eh?
-Es Marina. Marina Ros, la Concursante Número Doce. Hemos salido juntos del barco.
-¿Le has hablado de las escuelas?
-Sí, lo ha hecho – intervino Marina -. Pero por ahora no estoy interesada en unirme a nadie, prefiero pasar esto en solitario – sonrió, como disculpándose -. Iré a escuchar a Batanero y a ver cómo intenta convertirse en el líder de todo esto y luego buscaré un buen lugar donde nadie me moleste. Por seguridad.
-Somos buena gente – dijo Laura -. Puedes confiar en nosotros.
-Estoy segura de eso, pero prefiero ir por mi cuenta, al menos al principio. Sé cuidarme sola. Voy a ir a la mansión esa, no quiero perderme el espectáculo. Ha sido un placer conoceros y, Pablo, gracias por el agradable paseo.
Pablo la siguió con la mirada mientras ascendía por el sendero. La verdad es que era preciosa. Podría haber sido una actriz, o una cantante. Cualquiera habría perdido la cabeza por ella.
-Qué chica más rara – murmuró Laura.
-En el fondo tiene razón – contestó Arturo, arreglándose el gorro de lana sobre la cabeza -. Es una putada hacer amigos aquí. Seguramente muchos mueran antes de que acabe el concurso. Ella ha tomado el camino fácil.
-Y parece que yo he tenido la suerte de conocer al optimista del grupo. ¿Vamos?
Caminaron en silencio bajo el sol del mediodía. Hacía una mañana espléndida, el tipo de mañana que hace pensar en jardines verdes y exhuberantes, hamacas, libros y limonadas. El calor no llegaba a resultar sofocante, sino agradable. Pablo se preguntó dónde estaría si no hubiese participado en el concurso. Seguramente en su pueblo, tendido en el tejado de la Iglesia, al que se podía escalar si uno tenía un poco de maña y no le asustaban las alturas. Subía ahí casi todos los días a leer un libro, en silencio, lejos del mundo, y por las noches en compañía de alguno de sus amigos para hablar de trivialidades. Quizá esa noche varios de sus colegas treparan hasta ahí y comentaran su participación en el concurso. Quizá incluso hicieran una porra sobre cuanto tiempo iba a aguantar.
Se internaron en el bosque a través de un camino más estrecho y pareció que estaban cruzando el escenario de alguna película antigua de terror. Los árboles resultaban tan falsos... y sus ramas retorcidas creaban una telaraña de sombras a sus pies que bailaban como oscuros fantasmas. Había rocas, mucha tierra y polvo y algún matojo de hierbajos que, como Arturo se apresuró a comprobar, también eran artificiales. ¿Quién era el encargado de transformar una isla real en un escenario? Dejaron atrás la fachada delantera de una casa derruida, una pared que se alzaba milagrosamente en pie con un agujero rectangular donde antes debería haber estado la puerta. Había un par de viviendas más adelante, en mejores condiciones pero cubiertas de mugre y con los cristales de las ventanas rotos y las tejas derramadas sobre los porches. Y más adelante, donde el camino trazaba una curva hacia el oeste, hacia otro cúmulo de casas, estaban las escuelas. Eran dos bloques grises unidos formando una pequeña T. En los escalones, erosionados por las lluvias y el viento, esperaba sentado Salvador, con las rastas cayendo sobre sus hombros y lo que parecía ser un cigarrillo de liar entre los dedos. Estaba tan concentrado en elaborar su pitillo que no prestó atención a los muchachos que se acercaban. Detrás de él, las puertas de la escuela estaban abiertas de par en par, dejando a la vista un pasillo lleno de taquillas e inundado por una oscuridad rasgada por los rayos de luz que se colaban por las grietas y ventanucos.
Pablo se sacó el arrugado paquete de Marlboro del bolsillo de los vaqueros y se encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando Salvador reparó en ellos y alzó la cabeza con una sonrisa al tiempo que se encendía el suyo. Una bofetada de olor dulzón inundó las fosas nasales de Pablo.
-¿Marihuana? - preguntó.
-Ajá. ¿Quién es este?
-Soy Arturo. Pensaba que las drogas estaban prohibidas en el concurso.
Salvador se encogió de hombros.
-Pues que vengan y me expulsen – dejó escapar una bocanada de humo embriagador -. Además, ¿qué hipocresía es esa? ¿La gente puede ver como nos matamos y nos comemos los unos a los otros pero no puede soportar que yo me fume un porro? Que los follen a todos.
-¿Cómo la has colado aquí?
-Tengo mis recursos, Laura.
-¿Y por qué no has aprovechado para meter algo de comida utilizando tus recursos? - inquirió Pablo.
Salvador abrió los ojos como platos.
-Joder, tío, eso habría sido hacer trampas.
Y se echó a reír. Por alguna razón, a Pablo también le entró un ataque de risa que se incrementó ante la mirada sorprendida de Laura. Incluso Arturo, que parecía una de esas personas incapaces de soltar una carcajada, se permitió una sonrisa, fugaz y casi imperceptible.
Arkaitz Otseantesana y Verónica Sainz llegaron apenas un minuto más tarde, casi a la vez que Abdel Salek. Saludaron a la nueva incorporación y sólo Verónica pareció un poco incómoda ante la sombría presencia de Arturo, pero no dijo nada.
-¿Y ahora qué se supone que vamos a hacer? - preguntó Arkaitz -. Este lugar parece un buen sitio para establecerse. Además, podríamos protegerlo por si alguien decide atacarnos – se acercó a las puertas de entrada y movió las hojas, como para asegurarse de que las bisagras estaban bien sujetas -. Pero creo que deberíamos acercarnos a la reunión de Miguel Batanero. Más que nada para que él y los suyos, porque esa gente seguro que reúne cobardes a su alrededor, no nos consideren enemigos y decidan venir a por nosotros.
-Yo me niego a escuchar a ese gilipollas – sentenció Laura.
-¿Qué tienes contra él? - preguntó Salvador -. ¿Sólo porque era un matoncete de pacotilla en tu colegio? Yo también molesté alguna vez al niño gordito de turno y eso no me ha convertido en un monstruo.
Laura se cruzó de brazos y miró en otra dirección, un poco incómoda.
-Estuvo saliendo con una amiga mía. Con mi mejor amiga de entonces, para ser más exactos. Y la trató fatal. Le hizo de todo. Y encima la chica estaba todo el rato pendiente de él, pendiente de complacerlo, a pesar de que la consideraba poco más que basura. La dejó destrozada y... - hizo un gesto con la mano alrededor de su sien -, completamente ida. Y el cabrón presumía de haber vuelto chalada a alguien que me importaba.
-¿Sabe que estás aquí? - preguntó Verónica.
-Seguramente ni se acuerde de mí. Y lo prefiero. Pero me niego a mirarle a los ojos y mucho menos a contemplar como se hace el gallito delante de todos. Ya tuve bastante con su asquerosa entrevista.
-Bueno, no tenemos por qué ir todos, ¿no? - preguntó Abdel, extendiendo los brazos. Tenía una expresividad portentosa, casi cómica, y del mismo modo que Arturo parecía incapaz de reír, él daba la sensación de que en cualquier momento iba a hacerlo -. Pueden acercarse algunos, sólo para ver qué tiene que decir, mientras que otros se quedan aquí poniendo un poco de orden en las escuelas y haciéndolas habitables. No hay nada malo en que no nos unamos a él. Las chicas esas, las que son más pequeñas, se han instalado en el faro, junto a la entrada. Dudo que eso las convierta en enemigas de nadie. Podemos hacer lo mismo, pero aquí, en la escuela...
-¿Siempre hablas tan rápido? - preguntó Arkaitz -. Con tu acento, casi no me he enterado de nada.
-Vete a la mierda.
-Pero tienes razón – continuó el muchacho -. Prefiero saber qué es lo que se trae entre manos ese tío para saber a qué atenerme, así que iré a escuchar sus increíbles planes de organización y si es necesario le haré ver que no somos... adversarios. Que preferimos instalarnos por nuestra cuenta. Aunque prefiero no tener que intercambiar muchas palabras con él, no parece muy dispuesto al diálogo.
-Oh, él prefiere utilizar sus brazos, para eso los tiene – gruñó Laura.
-Bueno, ¿quién se viene conmigo a la guarida del lobo?

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